Creo que uno de los factores que hacen de la arquitectura algo apasionante, es la capacidad para interpretar de manera diferente un mismo problema.
A lo largo de la historia podemos encontrar diferentes estilos, desde los más clásicos, hasta otros como el brutalismo o el high tech. Todos ellos los podemos considerar adecuados y fruto de unas circunstancias y una época, pero jamás ninguno de ellos se ha posicionado de manera dogmática sobre el resto, sino como un diferente planteamiento a unos problemas similares.
En base a esto se han utilizado diferentes materiales y de diferentes maneras, pero siempre hay un elemento común, a todos los estilos y a todas las épocas, algo inherente a la propia arquitectura y que no podremos sacar jamás de la ecuación que nos guíe hacia un buen resultado, quizás no lo podemos eliminar porque se trata de algo inmaterial, algo que tiene que ver con la concepción de la idea y con la percepción que tenemos de la misma, la luz.
Lo dicho hasta ahora lo podemos apreciar fácilmente a lo largo de toda la historia, valga como ejemplo la comparación entre el Románico y el Gótico y su diferente manera de tratar la luz. En el caso del gótico, los avances realizados a nivel estructural, mediante la construcción de arbotantes, nos permiten el vaciado de los muros y su sustitución por vidrieras, las cuales, además de constituirse como elementos decorativos, tenían una clara simbología, estableciendo la conexión del hombre con Dios a través de la pureza de la luz. Mientras que con anterioridad la escasez de luz y el juego de claroscuros propiciaba que el hombre se aislase del mundo y se acercase a Dios en una relación más íntima.
Como podemos ver el tratamiento de la luz es diametralmente opuesto, pero en ninguno de los casos carece de importancia, no es un elemento menor, sino que en el radica uno de los pilares de su identidad y de su simbolismo.
Si nos fijamos en arquitectos y en obras más actuales, podemos ver como el tratamiento de la luz constituye una de las premisas fundamentales.
Tanto Oscar Niemeyer, como Tadao Ando se han caracterizado por las influencias de Le Corbusier, los cuales parecen hacer suya una de las citas de este último “La arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz.”, sin embargo, lo hacen desde enfoques, a mi juicio, diametralmente opuestos.
Cuando Niemeyer comenzó a trabajar, decía que le daba la impresión de que el hormigón armado no existiese, debido al sometimiento de este al ángulo recto, lo cual limitaba tremendamente sus posibilidades. Debido a esto, y como podemos ver por ejemplo en el Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer, sus obras hacen gala siempre de un juego de volúmenes muy característico, lo cual enfatiza su dialéctica arquitectónica, basada en gran medida en la fluidez que se percibe en el tratamiento de los diferentes volúmenes y que traslada de interior a exterior, las superficies en muchos casos continuas, juegan con la luz para que esta se distribuya de una manera irregular produciendo un cambio de intensidad al diluirse por las mismas.
En contraposición, si nos fijamos en la Iglesia de la luz de Tadao Ando, vemos una búsqueda mucho más intensa de los contrastes y un sometimiento total del hormigón al ángulo recto, con planos donde se refleja la luz y pautas que consiguen ordenar los espacios de una manera geométrica.
Sé que parto de la premisa equivocada de comparar dos obras que no tienen relación alguna, pero lo que quiero manifestar es la importancia de la luz en la arquitectura, desde la propia concepción de la idea, y como su tratamiento puede interpretarse de maneras diferentes y siempre válidas en función de los objetivos que se marca el arquitecto, para que el edificio pase de ser un simple contenedor donde se alberga un uso, a causar una emoción que al fin y al cabo es lo que va a perdurar en nuestras mentes.
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